(Guerra me hacen dos cuidados / de contrarios accidentes:/uno de males
presentes,
otro de bienes pasados / en la memoria cebados, /voraz símil cada cual
del buitre ha sido, infernal, / cuyo insaciable desdén /plumas ha
vestido al bien,
garras ha prestado al mal. (Luis de Góngora, Décima 324)
Decapitada la tarde, el verdugo apura su plato de
pirañas azules y espera.
(El general Menéndez tiene cita con su dentista. Hace días que decidió ponerse dentadura postiza. Resignado a perder “los dientes de arriba”, acaba de entrar a la Sala de Espera en compañía de uno de los custodios de su prisión domiciliaria.Saluda y se sienta. Tres con la cara hinchada le responden con un murmullo cabizbajo que se lleva en desgaire el vacío. Observa a los demás y recela. No le gustan las Salas de Espera. No desconfía del dentista,hace años que lo conoce: fue amigo de su padre, un médico militar que participó con él en la aplicación de“la solución final”.Sin embargo, teme, siempre ha temido,el encuentro casual con alguien que lo reconozca y lleve un arma. Recela. Aquellas cinco personas saben de sobras quién es él, piensa. Él nunca sabrá quiénes son ellos. De repente, el saludo de sonrisa fácil del dentista acaba con su inquietud. Inmediatamente, lo hace pasar al consultorio ante la perplejidad de los otros cinco: conoce al general y no quiere hacerlo esperar.)
Sentado sobre el oro del tiempo, el verdugo da la
luz al
fuego mientras repasa el filo del hacha con la muela de asperón. Sólo el
filo. El resto del hacha suma incontables láminas de herrumbre que se cuida de
no tocar. Debajo de cada una de aquellas láminas,debajo de la sal de cada una
de aquellas láminas vibra la última voz, la resignación o el desgarro de la
última voz de cada una de las cabezas que su hacha finara. Ninguna de aquellas
voces ha muerto y bastaría el roce de uno de sus dedos para que todas volvieran
en sí a la vez, sólo las podría callar si se sumara la voz perdida de otra
decapitación. Hace tiempo que conoce y teme aquel secreto.Deja a un lado la
muela de asperón y observa,junto a la puerta, las hachas de su abuelo y de su
padre, la herrumbre ya les ha ganado el filo.
(Un
guante de latex le abre la boca. Entrevé otra mano y
una jeringa.Tres picotazos
en el cielo del paladar.Cierra los ojos. Una piedra de sal le fragua la boca.
Le enganchan el extractor de saliva. El embate agudo del torno le taladra los
oídos. El olor a hueso quemado. Los dientes metálicos de una pinza se cierran
sobre la primera muela. Tironeos. El nudo de la muela se afloja yen la descarnadura
de la encía se esponja una rosa mustia.Él no ve lo que acaba de perder, ve la
sangre que escupe y babea. El guante de latex le ofrece un vaso de agua. Se
enjuaga la boca y vuelve a escupir. Tose. Cree oír algunas palabras amables. Entreabre
las bolsas de sus ojos y aparece la sonrisa del dentista.La misma sonrisa del
padre, piensa.El tirón en la segunda muela. Cierra los ojos. La sonrisa de
“Menguelito”, el padre del dentista, pidiéndole, cada quince días, “material
humano para el avance de la ciencia”.Otro tirón.Blanco y negro. La memoria abre,
sin querer, el cangrejal. El ojo de pez carga tres mil fotografías en blanco y
negro de rostros que él desconoce. La esfera del ojo de pez deforma y ordena
tres mil rostros inmóviles que lo miran y esperan. Dos tirones y pierde los
caninos. Escupe sangre. Su lengua repasa los huecos de la encía. Se obliga a
cerrar los ojos. El borboteo del extractor de saliva. No quiere ver ni la
jeringa, ni las pinzas entrando en su boca. Una voz de mujer le habla con
diminutivos y un nuevo picotazo de anestesia le agarra el paladar. Blanco y negro.
Es imposible saber quiénes eran.“Con la cabeza encapuchada y en bolas, hembra o
macho, todos son iguales”, le respondió al fiscal cuando le mostraron por
primera vez las fotos de aquellos rostros.“Es imposible saber quiénes eran”).
Los campos abandonados, la mies a medio segar, las
columnas de humo entre la primera y segunda muralla de la ciudad.El verdugo
abandona su casa. El viento trae olores de carne quemada, gritos y estruendos. El
hacha al hombro y la espada a la cintura. Camina. Sabe que, durante algún
tiempo, habrá de guardarse entre los pantanos y las ciénagas del fondo del
bosque. Camina. Una polvareda de gente a caballo se dirige hacia la casa que
acaba de abandonar.Se oculta y observa. No son gente del alguacil, no son gente
conocida. Enseguida le pegan fuego a la casa. Dentro han quedado las viejas
hachas de su abuelo y de su padre. Cree saber lo que vendrá. La tierra tiembla
bajo sus pies. Un remolino de ceniza se abre en el centro de su casa. Ve girar y
desaparecer las piedras de las paredes. Ve girar y desaparecer los cuerpos
desmembrados de los recién llegados que, apenas si han tenido tiempo para el
espanto.El aullido de las voces decapitadas. Ve girar y desaparecer las láminas
de herrumbre que guardaban las voces decapitadas.Las hachas giran y se
entrechocan en lo alto. La corona del remolino cede. El ojo devastador se
cierra sobre sí mismo y se lleva las hachas al centro de la tierra. El aullido se
abre en canal. Entonces, todo cesa y un vientecillo, entre siena y ocre, queda bailoteando
sobre el terreno que ocupara su casa. Abandona el escondite y se vuelve hacia
las murallas. Un humo espeso oculta la fortaleza y el castillo. Camina.
Recuerda los rumores que un par de dragones y serpientes amigas bordaron en el
mantel de su mesa. Lamenta que en nada erraran. Camina.
(Se
enjuaga la boca y escupe. Las bolsas de sus ojos continúan cerradas. No deja el
cangrejal su
memoria.Blanco y negro.Los enemigos. La orden era aniquilar y
escarmentara los subversivos, a sus cómplices, a sus amigos, a sus familiares y,
por último, a los indiferentes. Él decidió dos campos de internamiento para tres
mil “irrecuperables” y aplicó “la solución final”. Él decidió abrir aquellos dos
campos para enseñar a oficiales y suboficiales sus métodos y “clases prácticas”para
el exterminio de la “antipatria”. Recuerda que a “sus” dos campos se los
conocía como “la Universidad”.“No se olviden nunca, Dios nos eligió a nosotros para
darles todo el castigo que se merecen”.La exculpación a cambio de un“pacto desangre”.
Diez cadáveres de “irrecuperables”.Cada oficial o suboficial que hubiera hecho
“prácticas de interrogatorio y apremio” bajo su dirección se comprometía a
presentar, por lo menos,diez cadáveres de “irrecuperables” y hacerlos
desaparecer sin dejar rastros.Después, él, en su condición de “señor de la
guerra”, los ungiría como “caballeros de honor”. Todos los generales, en
aquellos días, se hacían llamar “señores de la guerra”. Todos sabían, él lo
sabía, que ninguno de ellos jamás había sido guerrero de ninguna guerra. Los
únicos enemigos que habían abatido eran cuerpos deshuesados a golpes o
desgarrados por la picana.Él lo sabía, los demás lo sabían. La memoria cierra
el cangrejal. Vuelve a enjuagarse la boca. Escupe, babea. Entreabre las bolsas
de los ojos. No oye, pero tampoco le interesa lo que le dice el dentista. Se
pone de pie. Su lengua se espanta sobre la encía abierta).
Camina. Los pantanos. El agua negra de los pantanos
y las
cabezas ensartadas en picas de cañas. Reconoce aquellas cabezas. Camina.
No tarda en toparse con los gibosos contrahechos. Los conoce. Casi humanos,cabeza
de pez, uñas y dientes de roedores, siempre a cuatro patas, gritan con el piar
de las rapaces. Lo rodean. Intentan inmovilizarlo por los tobillos para hacerlo
caer. Saca la espada y rebana cuatro cabezas. Primero se apartan, pero
enseguida comienzan a devorar aquellos cuatro cadáveres. Camina.La luz se hace
escasa y gris. La luz es el resplandor que esmerila el resplandor de otra luz. El
agua negra de la laguna. La bruma calzada. Los guardianes blancos que caminan
sobre el agua de la laguna. Hombres desnudos que ni viven ni mueren. Quién cruza
la mirada con ellos acaba vagando eternamente sobre el agua negra de la laguna.Baja
la cabeza y espera a la orilla.No tardará en llegar el barquero que lo pase al
otro lado para continuar el viaje. Sabe, también, que en cuanto decida abandonar
el fondo del bosque, el regreso no será fácil.
Sabe, todos los verdugos lo saben, que no sólo habrá de ser el mismo
barquero el que lo devuelva a la orilla, sino que peregrinará por el envés del
tiempo hasta encontrar una cesura capaz de investirlo, nuevamente, para la
muerte.
(Los metales
densos. La saliva espesa de metales densos que la lengua no retiene. La mujer
de los guantes de latex le ayuda con la torpeza de sus brazos extraviados en el
abrigo. La voz del dentista: los analgésicos cada seis horas. El papel con la
receta tiembla en su mano derecha. La piedra de sal en el paladar. No puede
fumar, ni beber alcohol, ni tomar mate. Otra vez la voz del dentista. Asiente y
achina las bolsas de los ojos. Tose. Se tapa la boca con un pañuelo y por
primera vez se encuentra con la cortina vencida del labio superior. El pañuelo
le devuelve una rosa de sangre ensalivada. Se despide. Atraviesa en diagonal la
Sala de Espera y lo acuchillan las miradas de tres personas con la cara
hinchada.El custodio lo toma del brazo y salen fuera.El ruido ensordecedor del
tráfico. Quiere hablar, pero la sobredosis de anestesia le empasta las
palabras. Camina. A no más de treinta metros distingue su coche, un Siena negro.
El otro custodiolos espera con el motor en marcha. Caminan. No saben, no pueden
saberlo, pero la cabeza canosa del general Menéndez acaba de aparecer en la
mira telescópica de un fusil que aguarda apostado en la terraza del edificio
que tienen delante. El general entra en el coche junto al custodio. El
conductor inicia la primera maniobra para salir y nota que la rueda delantera
izquierda acaba de sufrir un reventón. Maldice en voz alta y baja. Apenas ha
tenido tiempo de sorprenderse del estado en que ha quedado la rueda, cuando oye
dos disparos seguidos que revientan las dos ruedas traseras. Inmediatamente el
custodio que está dentro empuja al general al suelo del coche, desenfunda el
arma y sale. Se parapeta junto a su compañero y esperan. No saben, no pueden
saber que el siguiente disparo no llegará nunca.Pasados cinco minutos, del
edificio de delante salen un muchacho en compañía de una persona mayor. Ríen. El muchacho lleva al hombro una guitarra enfundada. Un taxi
los espera. Suben y desaparecen. Los dos custodios cruzan sus miradas y sus
sospechas, pero ya es tarde. Mal estirado en el suelo del coche, el general
espera. Se prepara para lo que siempre temió. Tose. Su lengua se pasea nerviosa
por la encía abierta: la primera y única herida que ha sufrido en su vida.
Tose. Babea. Espera.)
El último tramo. El hedor a carne podrida. El
silencio. Los árboles negros del fondo del bosque. Los ojos que lo vigilan
desde lo alto de los árboles negros.Camina. Entrevé la cabaña al final del
último tramo. Antes habrá de bordear la Ciénaga Grande, donde presumen de pereza
los lomos de los dragones y silva el zigzag nervioso de las serpientes ciegas.
Ve parpadear la luz que mal ilumina la cabaña del fondo del bosque. Camina. Las
ventanas agrandan la sombra de la figura de un hombre. No lo sabe, aún no puede
saberlo, que no desconoce al dueño de aquella sombra-hace años que habita y
repite los sueños inmóviles del dueño de aquella sombra y de otras sombras-. Lo
espera, lleva tiempo esperándolo, para compartir una fuente de pirañas azules.